6 de agosto de 2012

Próximamente...

LA CORAZA DEL CIEGO

... os dejo el primer capitulo para que os vayais animando a conocer o continuar disfrutando con la segunda entrega de la trilogía de los darcángeles.


 

 

Capítulo 1





—¡Te he dicho que me dejes en paz de una vez por todas!

Connor avanzaba entre la maleza del tupido bosque del mismo modo que lo haría un depredador por la selva; hábil, intrépido, sigiloso... A su espalda, la femenina y persistente voz de Hariel, su Ángel de la Guarda, en casi permanente desaprobación con cada decisión que él tomaba, rompía su concentración felina y le obligaba a alzar la voz para silenciarla. Nunca había discutido tanto con ella como en los últimos meses y la situación amenazaba con empeorar a medida que pasaban los días.

A sus veinte años, su conocimiento sobre ángeles y darcángeles era muy superior al que alcanzaría cualquier mortal en toda su vida.

Para empezar, sabía con certeza que existían, lo cual ya era de por sí toda una novedad entre los individuos de su especie, la humana. Pero es que, además de eso, hablaba con ellos a diario —con unos más que con otros y con una en particular— y entre sus mejores amigos contaba con algunos darcángeles que le habían revelado unos cuantos secretos jugosos acerca de la vida. Secretos sobre los seres humanos... y, en particular, sobre las chicas. Los pormenores sobre éstas últimas habían sido los que más frutos le habían dado a la hora de ponerlos en práctica.

Había tenido buenos maestros en el arte de la seducción, sin duda los mejores, pero, para qué negarlo, tenía también un físico agraciado —innegable herencia paterna de la que nunca estaría suficientemente agradecido— que facilitaba enormemente la tarea de relacionarse con el sexo opuesto.

—Connor, espera... —La ángel le seguía con dificultad por entre los árboles. Entre la prisa que él se daba por dejarla atrás y las enormes alas que, aunque plegadas, se le enganchaban por todas partes, frenándola en seco cada dos por tres, le estaba costando horrores no perderlo de vista entre la espesura.

—Lárgate. Esfúmate. Piérdete en otro bosque —le escupió sin aminorar un ápice el ritmo—. Este no es lugar para chicas y menos para las que tienen alas.

—Connor, es mi deber…

—¿Es que no te cansas de molestar? —resopló, sin dejarla terminar. Sabía con seguridad lo que vendría a continuación—. ¿Qué parte de «no te necesito» es la que no entiendes exactamente?

Volvió ligeramente la cabeza para mirarla por el rabillo del ojo para comprobar, con una contraproducente mezcla de satisfacción y enojo, que aún seguía allí: pegada a su culo, provocándole el contradictorio sentimiento que le irritaba aún más. Realmente era su misión estar donde estaba: siempre detrás de él.

—No es seguro que estés aquí. Yo no podría ayudarte en caso de...

Hariel no se daba por vencida y tiraba persistentemente de su propio cuerpo para hacerlo avanzar por más que la naturaleza se empeñase en abrazarla en contra de su voluntad. ¿Rendirse? Nunca. No podía hacerlo. De haber un código del buen guardián seguro que éste habría sido el primer mandamiento, así que era su misión mantenerle a salvo costase lo que costase... Y por sus alas que así lo haría.

Aunque seguro que nada diría ese código acerca de intentar hacer entrar en razón al ofuscado...

—Te pones en peligro en esta locura de búsqueda.

Suspiró resignada mientras recuperaba el aliento, ahora que él también se había tomado un segundo de respiro. No podía culparle del todo por su bizarra actitud teniendo en cuenta de quién era hijo.

Nunca había encontrado ningún caso parecido en todos sus siglos de Ángel Custodio.

Cuando se hizo cargo de él, el Consejo le avisó que podía ser un caso difícil dados sus antecedentes paternos. «Un poco rebelde», le había dicho el arcángel tratando de quitar hierro al asunto. Ahora se preguntaba qué entendería Miguel exactamente por rebelde.

El chico había nacido con ciertas aptitudes indudablemente especiales y que, de no ser porque era terco como una mula, podían haber sido de lo más favorables. Podía hablarle de tú a tú desde el primer momento en que la vio y su capacidad para reconocer darcángeles entre la gente normal era, cuanto menos, sorprendente. Se había relacionado con ellos sin problemas, descubriendo su celestial naturaleza al primer vistazo y aceptándola con total naturalidad... Incluso con cierta envidia, por lo que se podía entender de la admiración que demostraba tener por ellos.

Y precisamente esa insensata admiración era la que les había llevado a acabar perdidos en medio de la nada. Bueno, suponía que estaban perdidos, pero eso era algo que Connor no reconocería ni muerto.

Lo poco que sabía a ciencia cierta era que buscaban algo: buscaban darcángeles. Y eso, desde luego, no era nada recomendable para una Ángel Guardián como ella, que carecía de habilidad para defenderse en caso de enfrentamiento. De ahí su constante empeño en que recapacitara antes de que fuera demasiado tarde.

Connor se detuvo de golpe y casi se dio de bruces contra él al ir inmersa en sus pensamientos. No era habitual que los ángeles fueran corpóreos, y mucho menos delante de la gente, pero con él había pensado que, quizá siendo visible, podría ganarse mejor su confianza. Hablar con un fantasma parecía enfurecerle todavía más.

—Deberían de estar por aquí cerca —dijo él, consultando un mapa con infinitos dobleces y anotaciones que acababa de sacar del bolsillo interior de su cazadora.

Sabía que no hablaba con ella, así que se ahorró contestarle y, con ello, recibir el enésimo bufido del día.

Le observaba en silencio mientras miraba con detenimiento algún punto en el papel. Botas oscuras embarradas hasta los cordones; pantalones de camuflaje con múltiples bolsillos; cazadora tipo bomber, con el escudo en pequeño tamaño de una hermandad universitaria bordado en la espalda, justo bajo el cuello de la prenda, y una discreta cresta de cabello rubio dorado —casi tan claro como el de un ángel— eran su uniforme habitual.

Qué podía decir ella, tenía veinte años y esas pintas parecían hacer furor entre las chicas de su edad. Lo cierto es que tenía que reconocer que el chaval sería irresistible incluso calvo como una bola de billar o peludo como un oso.

Como decían sus encandiladas amigas y aspirantes a algo más: estaba para comérselo con cresta y todo.

No había podido evitar reírse con el comentario y él se había ofendido al oírla, pensando que se burlaba de él. Nada más lejos de la realidad, pero por más que trató de explicárselo ya no volvió a atender a razones con ella. Fue aquel día cuando creyó haberle perdido definitivamente pero, como su Ángel que era, tenía que seguir a su lado inexorablemente, protegiéndole hasta el último día.

Y así lo haría, por más cabezota que él se mostrase.

—Tendríamos que acampar ya —dijo con arrojada temeridad—. Se está haciendo de noche.

Entonces él hizo lo que más temía de su repertorio de desplantes: levantó la vista del papel y la miró. La crucificó con aquellos ojos azul oscuro que podrían atravesar el acero si se lo propusiesen.

No había sabido lo que era sentirse observada hasta que conoció a Connor. Él y esa mirada suya, que lograría helar el infierno y derretir el más frío témpano de hielo con solo un vistazo. Y a ella siempre le tocaba congelarse cuando decía algo que le incomodaba y que, para su desgracia, parecía ser lo habitual.

Acto seguido Connor parpadeó y observó el cielo: poco a poco se estaba oscureciendo y, por mucho que le fastidiara reconocérlo, sabía que ella tenía razón; apenas veía para dar un paso más.

De mala gana dejó caer la mochila que constituía todo su equipaje durante el último medio año —tiempo que llevaba recorriendo el país en busca de los darcángeles que conocía— y sacó una potente linterna de su interior.

—Quédate aquí —le dijo a modo de advertencia, aunque ella le ignoró e hizo amago de echar a andar—. No temas, no me va a pasar nada, sólo voy a por leña y enseguida vuelvo.

Aunque su rostro seguía serio, su voz era mucho más agradable, hasta casi se diría que dulce. No pudo evitar sentir alivio al escucharla. Cuando le hablaba así conseguía hacerle olvidar todos los malos ratos y los reproches de costumbre.

Se acercó a la mochila y sacó el saco de dormir de él —los ángeles nunca duermen—. Con timidez se lo acercó a la nariz; olía a él. Todo en esa mochila llevaba su aroma y se sintió cómo, estaba segura, lo haría una madre al percibir la esencia de su hijo; un vínculo que nada en el mundo podría romper.

Lo extendió en el suelo y, arrodillada como estaba, volvió a rebuscar dentro de la bolsa. Comprobó que se estaba quedando sin comida; sólo un par de latas de conserva, frutos secos y algo de bebida. Se le había acabado el chocolate y, probablemente, ésa fuese la causa de su mal humor.

Como no encontrara pronto un pueblo donde comprar provisiones estaría en serios problemas, a menos que en todos aquellos campamentos de su adolescencia le hubieran enseñado a cazar —cosa sumamente improbable, por suerte—. Que sabía manejarse en la naturaleza lo había dejado bastante claro los últimos meses, pero vivir sin comer era imposible incluso para el soberbio Connor.

Cuando el joven regresó por el mismo camino por donde había marchado minutos antes, la noche ya había caído del todo y ella se había acomodado a una distancia prudencial del lugar donde había extendido el saco. Connor la observó primero a ella y después su futuro lecho y, sin mucho tiento, dejó caer la madera que traía en los brazos entre ambos. Sacó el mechero del bolsillo y, prendiendo parte de la hojarasca que rodeaba la improvisaba pira, encendió la hoguera que les calentaría esa noche. Por suerte no hacía demasiado frío y podían pasar sin problemas la noche a la intemperie. Él descalzó, acomodándose dentro del material térmico, y sacó de la mochila el paquete frutos secos.

—¿No vas a cenar nada? —Era inevitable, no podía estar callada. Tal vez fuera por la inusual relación que mantenía con su protegido.

—No tengo hambre... —negó Connor al instante, con un ligero carraspeo—. Aún tardaremos varios días en encontrar un pueblo. Tengo que racionar la comida.

Guardaron un rato de silencio, observando como el fuego se avivaba entre ellos proporcionándoles una cálida luz.

Él mordisqueaba unas nueces con desgana, centrado en el crepitar de las llamas. Ella le miraba de soslayo, absorta en el movimiento repetitivo de sus labios.

Aquellos carnosos atributos que sus avispadas amigas aprovechaban para besar sutilmente y con aparente inocencia cada vez que le saludaban, ya fuera en público o en privado, eran sumamente hipnóticos. Él lo sabía. Y sin animarlas a ello, pero tampoco prohibiéndoselo, las dejaba hacer, vanidosamente consciente de la fascinación que ellas sentían por esa parte de él.

Ella también sentía ese magnetismo de un modo que la avergonzaba. Ahora mismo lo estaba experimentando al verle recoger con la punta de su lengua algunas migas que habían quedado sobre ellos.

Pero eso era algo que no revelaría ni muerta.

—Si quieres yo puedo... —habló, consciente de que seguir callada acabaría delatándola en cuanto él la mirase y la descubriese observándole de ese modo.

—No, Hariel —la cortó de golpe, intuyendo lo siguiente que iba a decir—. No puedes, nada —añadió con tono cansado—. No quiero. Entiéndelo, no es nada personal contra ti, pero no te necesito —dijo, cerrando bruscamente la bolsa y lanzándola al interior de la mochila—. No quiero necesitarte.

«No quiero necesitarte». Esas palabras la impactaron profundamente. Estaba segura de que la mayoría de la gente se sentiría afortunada de que su ángel hiciera por ellos más de lo estrictamente permitido pero, en cambio, él la rechazaba por miedo. Miedo a necesitarla.

«¿Y eso se supone que es bueno o malo?», frunció el ceño intentando descifrar si se estaba equivocando con él. «¿Es que acaso, necesitarme...? ¿Necesitar a tu Ángel de la Guarda, es malo?».

—¿Es que acaso es eso malo?

Connor levantó la vista lentamente, no quería cruzarse con su mirada después de reconocer cierta debilidad. Ella parecía concentrada en meditar sus últimas palabras y sintió libertad para observarla abiertamente; cosa que casi nunca hacía.

Hariel era rubia y de cabello largo ligeramente ondulado, como todos los ángeles, según tenía entendido, ya que él sólo podía verla a ella. Tenía unos dulces ojos azules y un almibarado carácter que en ocasiones le repateaba un poco pero que, la mayoría de las veces, le despertaba una gran ternura que nunca confesaría, quería ganarse su respeto. En conjunto —y salvo por el color de cabello—, le recordaba enormemente a su hermana gemela, Cordelia, y no podía evitar sentirse protector con ella; por eso prefería verla lejos de él cuanto antes.

Ojalá pudiese buscar otro protegido que no le diera tantos problemas como él.

Sabía que la entristecía enormemente cada vez que le levantaba la voz y que, siendo ella su Ángel Guardián, la búsqueda de los darcángeles le traería complicaciones. Estaban en guerra entre ellos —sus amigos se lo habían dicho—, así que cuanto antes la alejara de él, antes se aseguraría de que no la lastimaran. No soportaría que le hicieran daño, ya que sería como hacérselo a su propia hermana.

Pero eso parecía imposible. Separarse sería como un alteración cósmica e irremediablemente estaban unidos de por vida —le había explicado ella con solemnidad cuando sólo era un crío—. «Para lo bueno y lo malo, en la salud y la enfermedad hasta que la muerte nos separe», le había dicho entonces, con inocencia, al escucharla. Ahora se sorprendió a sí mismo pensando de nuevo en ella en esos términos maritales.

No es que Hariel no tuviera edad para estar casada —si fuese una mujer humana, claro—, lo cierto es que no aparentaba muchos más años que él, y pretendientes no le faltarían, sin duda, con esa bonita sonrisa que últimamente le mostraba en tan contadas ocasiones... «Si es que se lo tenía merecido, por ser tan capullo».

Pero, un momento… «¿Se estaría volviendo loco al pensar en casar a su Ángel de la Guarda? ¿Sería el hambre, que le hacía desvariar?»

—¿En qué piensas? —le preguntó, tímidamente, al verle tan concentrado.

—No... Nada. En nada importante. —Fingió un bostezo—. Duérmete... O haz lo que quiera que hagas cuando yo duermo. —Se dio cuenta de que, en veinte años, era la primera vez que le hacía una observación sobre algo personal de ella.

Era con quien más tiempo pasaba y a quien menos conocía.

—Te observo —dijo cruzando las piernas—. Velo tu sueño.

Siempre la había visto con el mismo atuendo: una floja camisa masculina, blanca e impoluta, unos enormes vaqueros que parecían ser una par de tallas mayores que la suya, y descalza.

Nada más que camuflara su etérea belleza, últimamente un tanto demacrada.

—Pues, qué aburrido… —apuntilló con desdén mientras se acomodaba mejor en el saco.

Ella levantó los hombros resignada, nunca le había aburrido verle dormir. Era relajante y, por lo menos entonces, podía imaginar que, en sus sueños, era a ella a quien sonreía.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Lo vas a hacer de todos modos...

—¿Por qué eres tan grosero conmigo?

Connor se incorporó, sorprendido por el leve tono de reproche de la voz de su ángel. Algo totalmente novedoso en sus conversaciones.

—¿Es ésa tu pregunta?

—Sí... No… —dudó ella—. En realidad, la pregunta era por qué buscamos a los darcángeles rebeldes.

Ésa sí que la esperaba. Y, ya puestos, mataría dos pájaros de un tiro.

—Pues es muy fácil contestar a ambas cuestiones. Les buscamos porque me voy a unir a ellos y, cuando los encuentre, no quiero que estés conmigo. ¿Entendido?

 No, la diplomacia decididamente no era su fuerte.

—¿Que te vas a unir a los darcángeles rebeldes? ¿Pero es que te has vuelto loco de remate? —gritó pero, cuando le vio ponerse tieso como un palo, se retractó—. Bueno quiero decir que es una locura; tú no eres uno de ellos. Tú... Tú eres humano, no puedes luchar. Yo tengo que protegerte de ellos y tú vas en su busca. Yo no puedo... —Se había puesto tan nerviosa que él sintió remordimientos de haberle confesado su plan.

—¿Entiendes ahora por qué no puedes seguir conmigo?

—Pero eso es imposible. Impensable… Yo soy tuya…  —Por primera vez sintió verdadero miedo de perderle—. Soy tu ángel…

—Hariel...

—No sé... —Le tembló la voz—. No entiendo qué es lo que he hecho mal ¿Me lo puedes decir? —Las lágrimas amenazaban con humedecer sus preciosos ojos—. Es que no entiendo por qué me desprecias así.

A Connor le dolió terriblemente oír aquellas palabras. No quería que ella se sintiera culpable de sus decisiones.

—Tú no haces nada mal, Hariel. —Abrió el saco con la intención de acercarse a ella. Necesitaba decirle, mirándole directamente a sus aturdidos ojos, que ella era perfecta en todo lo que hacía. Para él, ella era demasiado perfecta—. Y lo último que haría en esta vida es despreciarte. —Necesitaba abrazarla como hacía con Lía cuando la hería sin querer—. No estoy tan loco como parece.

Pero ella volvió a hablar y le detuvo en sus intenciones, devolviéndole a la realidad.

Entonces ¿por qué no llamas a tus amigos darcángeles y vuelves a casa con ellos, con tu familia? —Le fallaba la voz y Connor tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para encontrar su tono más autoritario mientras recuperaba acomodo en el saco.

De pronto sintió que no debía acercarse a ella. Que tocarla, abrazarla, consolarla no haría más que complicarlo todo.

—No puedo localizarles. El darcángel que los reclutó les dijo que nada de utilizar móviles ni similares, ya que tenían que romper con todo si querían ser libres —repitió literalmente las palabras que ellos le habían dicho el último día que se vieron, justo antes de que partieran, impidiéndole unirse a ellos.

«No eres de los nuestros», dijeron, sin intención de lastimarle. Sin embargo, aquellas palabras le habían humillado más de lo que ellos podían imaginar.

Su padre había sido un darcángel que, por amor a su madre, había renunciado a todo. Ojalá él pudiera decidir qué ser; sin duda elegiría ser darcángel. Lo llevaba en la sangre y, de corazón, se sentía uno de ellos.

—¿Y Lía? —Era su última baza, recurrir a ella para tratar de convencerle.

—Lía —masculló entre dientes y un nombre le llevó a otro—. Sarah...

El nombre de su vecina, de su mejor amiga y confidente desde que tenía uso de razón, apareció por arte de magia en sus labios. Sus dos talones de Aquiles salían a la luz en la estrellada noche.

—¿No las extrañas? Ni siquiera te despediste de ellas.

Parecía no escucharle. Quizás quiso no hacerlo para no tener que pensar en su falta de valor al haber salido a hurtadillas de casa evitando así despedidas incómodas. Pero finalmente se justificó, aunque las palabras sonaron vacías:

Ellas no lo entenderían —suspiró—. Es mejor así.

—Pero Lía es tu hermana, sangre de tu sangre.

Hariel sabía que para ver su lado más emocional no había más que hacerle recordar a su gemela de ojos azules como el cielo y cabello negro como el azabache.

—Es inútil que insistas.

Al mencionarla, la imagen de su hermana le había venido a la mente, nítida y sonriente, mirándole con sus enormes ojos. Él y Cordelia eran como el día y la noche en todo, incluso en el carácter; él era rudo y de difícil trato y ella era sensible y dulce hasta conseguir derretirle cuando quería pedirle algo. Nunca le negaba nada y daría hasta la vida por ella. Estar separados era lo que más le estaba costando sobrellevar, pero pronto ella también haría su vida y era lógico que sus caminos se desviaran algún día.

Con aquel pensamiento en mente, volvió a acomodarse en el suelo y permaneció inmóvil unos minutos hasta que, por fin, dejó salir un ronquido indicativo de que se había quedado dormido.

Al igual que todas las noches, Hariel le observó en silencio, velando por su descanso. Ésa era la señal que todas las noches esperaba.

Tenía un nudo en el estómago que no sabía como soltar y sólo se le ocurría una manera...

Se levantó sin hacer ruido y se acercó a él, tal y como hacía desde los últimos meses siempre que dormía al sereno. Tomó asiento a su lado y, con delicadeza, se colocó su cabeza en el regazo para servirle de almohada. Casi se despertó, pero finalmente sólo se revolvió un poco para acomodarse mejor.

Comenzó a acariciarle el pelo, esa corta cresta que tantos quebraderos de cabeza le había dado a su madre.

Cariñosamente pasó los dedos por ese suave cepillo y recordó el día que la hermandad universitaria a la que pertenecía le había obligado a pasar por el rito para convertirse en veterano. El corte de pelo no había sido más que el colofón de una serie de travesuras —en ocasiones un tanto crueles— que los otros miembros habían ideado para ponerle a prueba.

Ella había permanecido todo el tiempo junto a él —de modo incorpóreo— incluso cuando le habían dejado en ropa interior, acribillándole a huevazos para después rebozarlo en harina —cual croqueta tamaño familiar— y, finalmente, le obligaron a pasear en mitad de la noche por las hermandades femeninas mientras ellos llamaban la atención de las joviales moradoras para que se asomasen a las ventanas. Entre ellas había aparecido su hermana, que se había puesto casi tan roja como él al verle de aquella guisa. Eso sí, innumerables nuevas amigas le habían salido a Lía después de aquella noche.

Hariel lo había acompañado todo el camino —seguidos ambos por el grupo de veteranos—. Se había sonreído de su rubor y, aprovechando su invisibilidad, no había podido evitar mirar por debajo de su cintura para comprobar el palpable efecto que tanto halago e insinuación de sus famélicas espectadoras causaban en su cuerpo. Sacando fuerzas de flaqueza y del calor que sentía al ver aquel hermoso cuerpo cubierto del fino polvo blanco, había levantado la vista para mirarle a los ojos y, por un segundo, le descubrió observándola directamente a ella, con un reproche reflejado en su serio rostro al ser perfectamente consciente de que había estado todo el tiempo con él a pesar de no poder verla. Observando su casi entera desnudez sin que él pudiera evitarlo.

Aquella noche en el campus, con total alevosía, Connor había querido hacerla sentir sucia, vulnerable por su atrevimiento idéntico al de resto de chicas que se habían asomado para verle. Había querido hacerla tan humana como lo era él... Lo leyó en el brillo oscuro de sus ojos, teñido de deseo contenido. Y, por un segundo, ella ansió ser como él.

Recostada sobre aquel tronco, hundió los nudillos en el fino cabello notando cómo el calor que había sufrido aquella noche de verano volvía a ella al sentir su peso sobre las piernas y, simultáneamente, percibió cómo, poco a poco, él empezaba a relajarse y a caer en un profundo sueño.

Si estuviera despierto ella nunca se atrevería a acercarse tanto, pero dormido era un auténtico ángel al que era imposible no querer hasta las últimas consecuencias. Y esa noche estrellada, en la que había descubierto cuánto temía perderle, se había dado cuenta también, con una certeza que le oprimía el corazón, de su amor por él.

Se llevó los dedos a los labios para luego acariciar suavemente los de él.

—Por ti, Connor, me voy a meter en la boca del lobo y que se haga Su voluntad.



*****



Nanael avanzaba a duras penas por entre los escombros y las bolsas de plástico, rotas unas y llenas a rebosar otras.

El sol calentaba con fuerza, templándole la piel descubierta de brazos y piernas, haciéndole aún más incómodo el simple hecho de permanecer allí, entre los desperdicios humanos que nada tenían que ver ni con ella ni con los ángeles.

El hedor, potenciado por la alta temperatura, era realmente insoportable. Los residuos lo cubrían todo hasta donde alcanzaba su vista y tener que pisar toda aquella inmundicia con sus pies descalzos le revolvía el estómago.

Sólo a Miguel se le ocurría perderse en un inmenso vertedero, rodeado de basura hasta las cejas y, encima, hacerle participe a ella de tan sensorial evento.

Finalmente le localizó, bajo un sol de justicia y sentado, con las piernas cruzadas sobre una pequeña montaña de escombros, como si fuera el mismísimo Señor orando en el desierto. Le observó unos segundos, intentado discernir cómo podía parecer tan tranquilo, tan ajeno a su entorno e inexplicablemente cómodo en un lugar como aquél. En ocasiones el arcángel se comportaba de manera tan extraña que ella misma dudaba que estuviera hecho de la misma materia celestial que ellos; parecía jugar en otra liga, como si los últimos acontecimientos relativos a los darcángeles no fueran del todo relevantes para él y sólo los hombres merecieran su completa atención.

«Pues no sabes lo equivocado que estás», pensó la ángel mientras escalaba la pequeña cumbre con resignación. «Te necesitamos tanto como ellos y no haces más que darnos la espalda».

Cuando finalmente se plantó delante de él, con las manos en las caderas en actitud de evidente reproche, se quedó petrificada. Con toda intención, proyectó una alargada sombra sobre él, pero toda su ira se esfumó al verle acunar entre sus grandes brazos el cadáver de un pequeño recién nacido cuya desnaturalizada madre parecía no haber encontrado mejor fin para él que abandonarlo en aquel lugar. Si había nacido vivo o muerto era ya lo de menos, ahora sólo importaba que su pequeño corazón nunca más volvería a latir.

Miguel levantó el rostro cuando sintió el frescor de la sombra sobre él. Dos lágrimas se habían secado en sus mejillas y, sin duda, debía de llevar horas allí sentado sosteniendo el pequeño cuerpo inerte, quizás esperando poder darle algo de vida; una segunda oportunidad que a ciencia cierta no tendría. O tal vez porque llevar al Paraíso a un ser que apenas había existido resultaba una ardua tarea incluso para alguien tan disciplinado como era él.

Fuera lo que fuese, el arcángel parecía no tener intención alguna de moverse de aquella penitente posición.

—Miguel —le llamó. El arcángel la miró entonces, pero parecía no estar viéndola—. Miguel... —repitió un poco más alto.

—No llegó a tiempo —comenzó a balbucear—. El Guardián lo buscó, estoy seguro, pero no pudo encontrarlo. —Acercó su pequeño y frío rostro, aún manchado de sangre, a su cara y lo acarició con la mejilla dulcemente—. Es tan pequeño que no lo vio.

Al verle tan afectado sintió que se le encogía el corazón. Sabía que no tenía derecho a anteponer a los ángeles frente a los hombres; en su naturaleza angelical estaba implícito no hacerlo. Pero aquella pequeña criatura ya estaba muerta y nada podían hacer por ella más que llevarla al Paraíso, adonde pertenecía desde ese momento.

Sería insensible, irresponsable y tal vez incluso cruel, pretender restarle importancia a la muerte que trastornaba a Miguel en favor de los ángeles que estaban a su cargo, pero ellos estaban vivos y luchando por seguir así mientras cumplían sus órdenes a rajatabla... Con la terrible consecuencia de que cada vez eran menos. Y si ella estaba allí era para tratar de poner freno a esa situación como fuera.

Se acuclilló frente a él para poder mirarle directamente a la cara y buscó el tono más dulce de su voz; aquél que casi nunca utilizaba.

—Miguel escúchame, los ángeles también están muriendo. —Hizo una pausa esperando captar su atención con el anuncio de otras muertes—. Los darcángeles se resisten y cada vez es más difícil traerlos con vida para ser juzgados en el Consejo. —Trató de parecer comprensiva, aunque el arcángel parecía seguir ausente y centrado en lo que tenía entre sus brazos.

—Deben... Deben ser juzgados antes de condenarlos —titubeó él, como si repitiera un salmo entonado hasta la saciedad.

—Pero Miguel, no podemos seguir así —le reprochó—. Debes dar permiso para sacrificar... —Se corrigió inmediatamente—. Debes dejar que luchemos en igualdad de oportunidades. Hasta ahora estamos prácticamente atados de manos.

Evitó decir la palabra condiciones, ya que sabía que no era así por ser los ángeles muy superiores a sus contrincantes.

—¿Luchemos? —levantó la vista del pequeño bulto y la miró.

—Sí. Quiero luchar al lado de los Exterminadores. No puedo seguir esperando las malas noticias de brazos cruzados.

«Como haces tú». Se mordió los labios.

—Los arcángeles no luchamos, salvo cuando hay que aniquilar una especie… —seguía entonando de manera automática—. Y el Señor no desea el exterminio total de los darcángeles. —Negaba con la cabeza—. No todos se han sublevado.

—Lo sé. —Estaba preparada para esa disculpa. Le conocía lo suficiente para saber que la usaría—. Y precisamente creo que debe ser Él —enfatizó—, quien los juzgue con su Divina Sabiduría. No nosotros. No en el Consejo.

Hubo un silencio determinante entre ambos y ya nada más se oyó en el mudo testigo que era el vertedero.

—¿Habéis encontrado a Crocell y su grupo? ¿Sabémos dónde se ocultan?

 Crocell y Caliel habían sido los cabecillas de la revuelta iniciada dos décadas atrás. Ellos habían ido reclutando casi al cien por cien de los insurrectos durante todo ese tiempo, en un peregrinar en la sombra que sólo podía ser llevado a cabo por alguien que supiera de tácticas militares: Crocell. El Vigilante que en otro tiempo fue alto cargo de las Legiones Celestiales y después de su caída, guió los Ejércitos del Infierno, les había enseñado a sobrevivir con lo mínimo en la clandestinidad. Y los darcángeles habían aprendido bien las lecciones.

No había sido una rebelión como se esperaba: ruidosa y rápidamente aplacada por el yugo de los Exterminadores capitaneados por Miguel… Era como si ambos se tuvieran un respeto tácito que les impedía poner fin a las rencillas entre grupos de un modo drástico y que resultaba una prolongación de sus propias rencillas personales inconclusas.

  Les encontraremos pronto. No pueden esconderse eternamente.

  Sé que lo harás —. No quedaba muy claro si eso le satisfacía o no.

Miguel cubrió el cuerpo que aún sostenía en brazos con la pequeña manta en la que lo había encontrado envuelto. Lo tapó con sumo cuidado, templando su fuerza para tan cariñoso acto y como si temiera que aún pudiera sentir frío si no lo hacía bien. Se levantó sin más apoyo que sus piernas recuperando su imponente porte y comenzó a descender por el montículo que previamente había subido ella.

Tras dar unos pasos en suelo firme, se volvió hacia ella y la miró fijamente; circunspecto. Con la seriedad propia y delatadora de que volvía a ser el arcángel Miguel el que ponía los pies en la tierra para imponer orden.

—Recuérdalo, Nanael: Justicia Divina —dijo en voz alta antes de desvanecerse en el aire con su pequeña carga y ante los satisfechos ojos de ella, que aún seguía coronado la montaña.



*****



Avanzaban en fila de a uno a lomos de sus caballos, esquivando el ramaje que salía a su paso por el estrecho y semioculto sendero de tierra que les llevaba de vuelta a la abadía.

Había oscurecido ya y la despejada noche les iluminaba el camino a casa con su farol lunar encendido en medio del estrellado firmamento. Eran unas horas tranquilas, las más tranquilas del día, ya que la gente dormía o simplemente estaba recogida en sus casas y ellos podían moverse entonces con un poco más de libertad.

El darcángel y sus dos compañeros volvían de comprar provisiones en un pueblo no demasiado cercano; les había llevado casi todo el día llegar hasta allí, hacer acopio de víveres y volver cargados de reservas suficientes para unas cuantas semanas.

Los tres viajaban en silencio, siendo sus monturas las encargadas de romper la nocturna calma con sus esporádicos relinchos y el apagado pisar de sus cascos en la hojarasca. Sólo cuando el líder del grupo levantó la mano para detener la marcha dejó salir el murmullo de queja fruto del agotamiento, ya que nadie se atrevería a levantarle la voz a Crocell y menos aún cuando llevaba casi todo el día con el culo pegado a una silla de montar.

No había que verle la cara para saber que estaría de un humor de perros.

El Vigilante se volvió hacía el origen del susurro y le dio un gráfico aviso cruzando el pulgar por su garganta. Al verle, el aludido tragó saliva y con ella, probablemente, también su lengua mientras la darcángel que iba en medio contenía la risa. De pronto algo les deslumbró, algo que Crocell seguro que ya había presentido y por lo que había decidido interrumpir la marcha. Todos se giraron entonces hacia el foco de luz y divisaron los dos puntos luminosos que les enfilaban.

La espesura y oscuridad que les rodeaban eran el escondite perfecto para observar la camioneta de los guardabosques transitando por la pista forestal que discurría a escasos metros, rompiendo el silencio con el ruido amortiguado de su motor. Probablemente estuvieran haciendo su ronda habitual sin ningún objetivo en particular.

Perdidos de vista, el líder azuzó su montura para reanudar el avance y, con él, la ansiada llegada a casa.

Desde que unos cuantos años atrás el grupo de darcángeles se había instalado en la ruinosa abadía, sus visitas al pequeño núcleo de población habían levantado multitud de especulaciones entre los vecinos, ávidos de chismes morbosos.

Y ellos eran el blanco perfecto de las más variopintas historias, fruto de mentes ociosas o retorcidas.

Las conjeturas iban desde que formaban una extraña congregación hasta que eran un grupo terrorista tramando alguna fechoría. Aunque esta última opción había sido rechazada ya que la población femenina consideraba que unos terroristas no podían estar de tan buen ver. Y el alcalde, con su mujer como precursora y férrea defensora de esta inconcebible explicación, la dio por buena a falta de argumentos —o valor— para alegar lo contrario, cerrando así la sesión de la asamblea que tenía por tema principal la identidad de los forasteros del bosque y evitando, de paso, cualquier discusión doméstica posterior.

Tras la celebración de la memorable asamblea y actuando con pies de plomo —mientras comprobaban que ningún ángel Guardián les reconocía como los sublevados—, los darcángeles se habían ido integrado poco a poco en la tranquila rutina del pueblo. Siempre manteniendo una distancia que salvaguardase su anonimato respecto a los Guardianes y tomando a Tim, el dueño de la tienda de ultramarinos, como casi único nexo de unión con sus vecinos humanos.

Por su propia seguridad, no debían involucrarse demasiado con la gente y quien quisiera dejar recado para ellos, lo haría a través del sociable dependiente.

Y es que al desvincularse del resto de la sociedad de los darcángeles, que permanecía sumisa bajo el control del Tribunal, sus recursos económicos habían menguado notablemente. Así que su mayor fuente de ingresos surgía de ofrecer sus servicios a cualquier vecino que necesitara mano de obra para atender el campo, levantar una casa o bien cortar el césped del jardín de alguna ociosa ama de casa que les recompensaba con algo más que una limonada y una generosa propina.

Era inevitable que allá donde fueran el pecado se instalara, pero la diferencia respecto a sus vidas pasadas era que ellos elegían ahora cómo, cuándo y dónde, y no había más desliz para lamentar —o disfrutar— que el puramente carnal.

El misterio que les rodeaba y lo fascinantes que resultaban para sus confiados vecinos había dado vida a un aburrido pueblo, escaso de novedades sobre las que chismorrear, llegando incluso a convertirse en un entretenimiento local el averiguar a qué se habían dedicado hasta entonces y de dónde habían salido individuos de tan hermosas proporciones.

Tan pronto se decía que eran hermanos, hijos de algún patriarca sectario, como que, a la semana siguiente, pasaban a ser considerados el resultado de algún experimento sobre cirugía estética y tratamientos con esteroides.

Pero la versión más reciente, y de la que el trío de darcángeles acababa de enterarse por boca de propio Tim esa misma tarde, era que formaban una ONG oculta de los servicios secretos del gobierno por algún escándalo de tintes ecologistas.

Crocell se había reído con ganas al escucharla y Tim había sospechado entonces que su exagerada reacción no era más que una táctica de despiste, ya que se acercaban demasiado a la realidad de sus identidades. Aquel dato haría doblar las apuestas en el bar y, con un poco más de su habilidad para sonsacar información —pensaba el ingenuo comerciante—, se embolsaría una buena cantidad en breve. Sólo era cuestión de paciencia y perseverar en el interrogatorio.

La realidad era que todos estaban ya convencidos de que no resultaban una amenaza a pesar de su apariencia física y de que, tarde o temprano, darían en el clavo con sus misteriosos orígenes, así que, mientras tanto, seguirían considerándoles unos integrantes más de la comunidad.

Pero unos miembros con unas costumbres peculiares, como era viajar de noche y a hurtadillas.

Las ramas se fueron apartando a su paso hasta que, por fin, el muro que rodeaba la otrora impresionante edificación apareció ante ellos con su espeso manto de vegetación cubriéndola.

Saltando por uno de los boquetes que el tiempo había perforado en la gruesa piedra, entraron en el atrio del monasterio que parecía lamentar, con su sucia apariencia, un pasado de tiempos mejores; consecuencia de la dejadez de la mano humana.

Cuando los cascos golpearon la ruidosa piedra —como si no hubiera vida entre aquellas paredes a pesar de vivir allí una quincena de darcángeles—, el potente haz de luz de una linterna se le clavó a Crocell justo en el rostro, cegándolo por un segundo, al que respondió de manera automática levantando el dedo corazón de su mano derecha a modo de grosero saludo con el que aprovechó para hacerse algo de sombra en los ojos.

—¡Es Crocell! —gritó el portador de la linterna.

Y él mismo, junto con otra darcángel más, salió del interior de la edificación para hacerse cargo de bultos y monturas.

Recuperada la visión perdida, el Vigilante desmontó con suma habilidad y con paso firme entró en la edificación por el pórtico que ellos habían usado previamente. Sin perder tiempo en más saludos, entró en el claustro y se dirigió a sus aposentos por uno de los corredores iluminados con multitud de teas que, junto con el retumbar de sus pasos en la piedra, daban al lugar un aspecto entre tenebroso y majestuoso.

Los darcángeles habían invertido gran parte de su tiempo en rehabilitar la antigua abadía benedictina y, si bien por fuera no habían realizado prácticamente cambios con toda intención, el interior resultaba bastante acogedor. La iglesia, con parte de su techumbre derruida, hacía las funciones de sala de reuniones; el refectorio y la cocina habían sido amueblados con lo justo para ser reutilizados con su original función, y las antiguas celdas monacales contaban ahora con cómodas camas, estufas de leña y arcones donde guardar las pocas pertenencias de las que no se habían deshecho al trasladarse al sagrado refugio que ahora era su hogar.

No había lujos. En realidad nunca los habían tenido en sus antiguas vidas y quizás por ello no los echaban en falta pero, sin duda, ahora sí que disfrutaban del mejor de todos: la libertad de decidir por ellos mismos.

Del otro lado de una puerta frente a la cual Crocell cruzó veloz mientras iba abriendo la cremallera de su cazadora, Caliel salió a su encuentro. Se adaptó inmediatamente a su paso y le acompañó hasta su dormitorio, que se encontraba sólo unos metros más allá.

—Crocell...

—¿Han llegado los demás? —preguntó empujando el portón que daba paso al que había sido el aposento del abad y que ahora ocupaba el nuevo prior del lugar; él mismo.

—Todavía no.

—¡Joder! No sé para qué tenemos las reglas —se lamentó—. Cuando se dijo tres días libres para asuntos propios, ¡eran sólo tres! No el tiempo que cada uno quisiera para hacer lo que le diera la gana.

Caliel le siguió, dando un paso dentro de la magnífica alcoba; la única dotada con una chimenea tallada en la piedra y una inmensa cama con dosel que Crocell había encargado, traído y montado con sus propias manos... y que compartía permanentemente con las dos darcángeles que en esos momentos se encargaban de llenar una antigua bañera con agua calentada en el fuego del hogar.

—Aún no han pasado los...

—Sin ellos sólo somos cuatro Exterminadores para proteger la abadía y a las darcángeles —explotó, como si Caliel no lo supiera ya—. ¿Entiéndes lo grave que es el asunto?

El darcángel asintió con la cabeza.

—¿Por qué estás tan tenso? No es la primera vez que alguno se retrasa.

Crocell le miró apretando la mandíbula. No tenía buenas noticias y, ya que el darcángel insistía, no se las iba a guardar para él solo.

—La comunidad de Jeqon está teniendo problemas con los Exterminadores y me ha pedido que vayamos a echarles una mano antes de que pierdan más darcángeles —le explicó—. Y que vayamos cuanto antes —recalcó.

—¿Es tan grave?

El grupo que Jeqon dirigía era mayor que el suyo, pero nunca había tomado tantas precauciones como él para hacerles pasar desapercibidos.

—No me ha querido dar más detalles por el chat, pero sospecho que sí.

Ambos resoplaron, si el Exterminador a cargo de la congregación más cercana a ellos pedía ayuda, desde luego era porque realmente la necesitaba.

—¿Ya volvió a abrir el ciber de George? ¿Qué tal su mujer?

—Creo que bien; me dijo que la tienen ingresada en la UCI hasta que se recupere de la intervención. Su madre va a venir a cuidarla, así que en breve tendremos un ángel guardián más por aquí. Más problemas.

La cara de Caliel reflejaba su incredulidad ante tanto problema y prefirió no afrontarlo cambiando de tema.

—Esto de depender de la Red para comunicarse con otros darcángeles es un asco.

—Es lo que hay Caliel. Ya sabíamos que no iba a ser fácil vivir con la amenaza de Miguel y sus ángeles cuando todo esto empezó. Y no podemos arriesgarnos a que nos descubran como le ha pasado a Jeqon.

—No es justo.

—No, pero es el precio que hay que pagar.

Ambos suspiraron resignados, cansados tal vez. Aunque Crocell, ciertamente, tuviera más motivos.

El Vigilante no ocultaba lo mucho que le satisfacía enfrentarse a sus oponentes. Luchar contra los ángeles le hacía sentir que merecía la pena seguir vivo y en condición de proscrito, sobre todo cuando, de vuelta a la abadía, sus compañeras de lecho le hacían sentir aún más vivo.

Miguel era su objetivo, lo había sido desde un principio y cada baja en las filas del arcángel alimentaba la llama que iluminaba el camino hacia él, así que cuantos más cayeran mejor. Antes saldría el cobarde de su escondite.

Pero sentir la amenaza tan cerca de casa era otra historia... Una que le erizaba la piel y no precisamente de un modo satisfactorio.

Mientras hablaban se había sentado en el único butacón del cuarto y, trabajosamente, se había desecho de toda su ropa, salvo los ceñidos pantalones de cuero, lo que se disponía a hacer en ese momento, poniéndose de nuevo en pie.

—¿Algo más? —fue más un reto que una pregunta. El darcángel la atrapó al vuelo.

Caliel negó, realmente ya no recordaba lo que quería decirle cuando salió a su encuentro, pero seguramente podría esperar al día siguiente.

—Pues hablando de sobrar… —Comenzó a desabrocharse el pantalón, revelando que bajo el material no había nada más que su cuerpo duro—. Si no te vas a quedar, empiezas a estar de más.

Las darcángeles, que no habían dicho nada desde que ellos entraron por la puerta, acabaron de llenar la bañera y, al unísono, dejaron caer sus batas en sendos montones a sus pies.

Sin cubrir en modo alguno su lujuriosa desnudez, le miraron con una seductora timidez, como sólo las alas negras sabían hacer, con la inconfundible intención de invitarle a formar un cuarteto esa noche.

Todas las darcángeles eran bellas, extremadamente sensuales, tal y como exigía su naturaleza; y en el albor del acto sexual desprendían un efluvio subyugador que era casi imposible de ignorar, sobre todo cuando el motivo del encuentro íntimo era el puro placer libre y sin responsabilidades.

Caliel sonrió al ser consciente de que cuanto más tiempo pasara allí más difícil le sería salir con la ropa puesta, así que retrocedió hacia la puerta y centró sus sentidos en localizar el aroma de la única hembra que lo dominaba a él. Lo sintió llegar desde un cuarto cercano, llamándole, reclamando su atención, instándole a apreciarlo en origen como un perfume afrodisíaco.

Inspiró profundamente llenando sus pulmones y las hembras presentes sonrieron al adivinar el motivo de su huída, ya que ellas también lo habrían percibido; el darcángel tenía una reunión propia que atender en su cuarto y Kristel era una anfitriona muy celosa de lo suyo desde que la había marcado.

Ambas respetarían el territorio vedado en que él se había convertido.

Se volvieron hacía el Vigilante, que ya descansaba relajadamente sumergido en las cálidas aguas, y comenzaron a dispensarle las atenciones que no necesitaba pedir.

—Que pasen buena noche, señoritas —dijo pomposamente y, con exagerado boato, cerró los portones de carcomida madera tras de sí.


Espero que os haya gustado.







2 comentarios:

  1. ¡Hola! :)
    No lo he leido porque prefiero leerlo directamente del libro xD
    Pero una cosa el siguiente ¿en que editorial se publicará?

    ResponderEliminar
  2. Hola Laura,

    disculpa el retraso, pero el verano es lo que tiene... nos desorganiza y dejamos pendientes muchas cosas por hacer :P.

    Si no te animas a leer este trocito de La Coraza del Ciego, jeje, tendrás que esperar a septiembre-octubre (no esta claro aún) para que salga la novela en la editorial Éride, la misma que publicó El templo del Caído.

    Un besote.

    ResponderEliminar