LA CORAZA DEL CIEGO
... os dejo el primer capitulo para que os vayais animando a conocer o continuar disfrutando con la segunda entrega de la trilogía de los darcángeles.
Capítulo
1
Connor avanzaba
entre la maleza del tupido bosque del mismo modo que lo haría un depredador por
la selva; hábil, intrépido, sigiloso... A su espalda, la femenina y persistente
voz de Hariel, su Ángel de la Guarda, en casi permanente desaprobación con cada
decisión que él tomaba, rompía su concentración felina y le obligaba a alzar la
voz para silenciarla. Nunca había discutido tanto con ella como en los últimos
meses y la situación amenazaba con empeorar a medida que pasaban los días.
A sus veinte años, su
conocimiento sobre ángeles y darcángeles era muy superior al que alcanzaría
cualquier mortal en toda su vida.
Para empezar, sabía
con certeza que existían, lo cual ya era de por sí toda una novedad entre los individuos
de su especie, la humana. Pero es que, además de eso, hablaba con ellos a
diario —con unos más que con otros y con una en particular— y entre sus mejores
amigos contaba con algunos darcángeles que le habían revelado unos cuantos secretos
jugosos acerca de la vida. Secretos sobre los seres humanos... y, en
particular, sobre las chicas. Los pormenores sobre éstas últimas habían sido
los que más frutos le habían dado a la hora de ponerlos en práctica.
Había tenido buenos
maestros en el arte de la seducción, sin duda los mejores, pero, para qué negarlo,
tenía también un físico agraciado —innegable herencia paterna de la que nunca
estaría suficientemente agradecido— que facilitaba enormemente la tarea de
relacionarse con el sexo opuesto.
—Connor, espera...
—La ángel le seguía con dificultad por entre los árboles. Entre la prisa que él
se daba por dejarla atrás y las enormes alas que, aunque plegadas, se le
enganchaban por todas partes, frenándola en seco cada dos por tres, le estaba
costando horrores no perderlo de vista entre la espesura.
—Lárgate. Esfúmate.
Piérdete en otro bosque —le escupió sin aminorar un ápice el ritmo—. Este no es
lugar para chicas y menos para las que tienen alas.
—Connor, es mi
deber…
—¿Es que no te
cansas de molestar? —resopló, sin dejarla terminar. Sabía con seguridad lo que
vendría a continuación—. ¿Qué parte de «no te necesito» es la que no entiendes
exactamente?
Volvió ligeramente
la cabeza para mirarla por el rabillo del ojo para comprobar, con una
contraproducente mezcla de satisfacción y enojo, que aún seguía allí: pegada a
su culo, provocándole el contradictorio sentimiento que le irritaba aún más.
Realmente era su misión estar donde estaba: siempre detrás de él.
—No es seguro que
estés aquí. Yo no podría ayudarte en caso de...
Hariel no se daba
por vencida y tiraba persistentemente de su propio cuerpo para hacerlo avanzar
por más que la naturaleza se empeñase en abrazarla en contra de su voluntad.
¿Rendirse? Nunca. No podía hacerlo. De haber un código del buen guardián seguro
que éste habría sido el primer mandamiento, así que era su misión mantenerle a
salvo costase lo que costase... Y por sus alas que así lo haría.
Aunque seguro que
nada diría ese código acerca de intentar hacer entrar en razón al ofuscado...
—Te pones en
peligro en esta locura de búsqueda.
Suspiró resignada
mientras recuperaba el aliento, ahora que él también se había tomado un segundo
de respiro. No podía culparle del todo por su bizarra actitud teniendo en
cuenta de quién era hijo.
Nunca había
encontrado ningún caso parecido en todos sus siglos de Ángel Custodio.
Cuando se hizo
cargo de él, el Consejo le avisó que podía ser un caso difícil dados sus
antecedentes paternos. «Un poco rebelde», le había dicho el arcángel tratando
de quitar hierro al asunto. Ahora se preguntaba qué entendería Miguel
exactamente por rebelde.
El chico había
nacido con ciertas aptitudes indudablemente especiales y que, de no ser porque
era terco como una mula, podían haber sido de lo más favorables. Podía hablarle
de tú a tú desde el primer momento en que la vio y su capacidad para reconocer
darcángeles entre la gente normal era, cuanto menos, sorprendente. Se había
relacionado con ellos sin problemas, descubriendo su celestial naturaleza al
primer vistazo y aceptándola con total naturalidad... Incluso con cierta
envidia, por lo que se podía entender de la admiración que demostraba tener por
ellos.
Y precisamente esa
insensata admiración era la que les había llevado a acabar perdidos en medio de
la nada. Bueno, suponía que estaban perdidos, pero eso era algo que Connor no
reconocería ni muerto.
Lo poco que sabía a
ciencia cierta era que buscaban algo: buscaban darcángeles. Y eso, desde luego,
no era nada recomendable para una Ángel Guardián como ella, que carecía de habilidad
para defenderse en caso de enfrentamiento. De ahí su constante empeño en que
recapacitara antes de que fuera demasiado tarde.
Connor se detuvo de
golpe y casi se dio de bruces contra él al ir inmersa en sus pensamientos. No
era habitual que los ángeles fueran corpóreos, y mucho menos delante de la
gente, pero con él había pensado que, quizá siendo visible, podría ganarse
mejor su confianza. Hablar con un fantasma parecía enfurecerle todavía más.
—Deberían de estar
por aquí cerca —dijo él, consultando un mapa con infinitos dobleces y
anotaciones que acababa de sacar del bolsillo interior de su cazadora.
Sabía que no
hablaba con ella, así que se ahorró contestarle y, con ello, recibir el enésimo
bufido del día.
Le observaba en
silencio mientras miraba con detenimiento algún punto en el papel. Botas
oscuras embarradas hasta los cordones; pantalones de camuflaje con múltiples
bolsillos; cazadora tipo bomber, con el escudo en pequeño tamaño de una hermandad
universitaria bordado en la espalda, justo bajo el cuello de la prenda, y una
discreta cresta de cabello rubio dorado —casi tan claro como el de un ángel—
eran su uniforme habitual.
Qué podía decir
ella, tenía veinte años y esas pintas parecían hacer furor entre las chicas de
su edad. Lo cierto es que tenía que reconocer que el chaval sería irresistible
incluso calvo como una bola de billar o peludo como un oso.
Como decían sus
encandiladas amigas y aspirantes a algo más: estaba para comérselo con cresta y
todo.
No había podido
evitar reírse con el comentario y él se había ofendido al oírla, pensando que
se burlaba de él. Nada más lejos de la realidad, pero por más que trató de
explicárselo ya no volvió a atender a razones con ella. Fue aquel día cuando
creyó haberle perdido definitivamente pero, como su Ángel que era, tenía que
seguir a su lado inexorablemente, protegiéndole hasta el último día.
Y así lo haría, por
más cabezota que él se mostrase.
—Tendríamos que
acampar ya —dijo con arrojada temeridad—. Se está haciendo de noche.
Entonces él hizo lo
que más temía de su repertorio de desplantes: levantó la vista del papel y la
miró. La crucificó con aquellos ojos azul oscuro que podrían atravesar el acero
si se lo propusiesen.
No había sabido lo que
era sentirse observada hasta que conoció a Connor. Él y esa mirada suya, que
lograría helar el infierno y derretir el más frío témpano de hielo con solo un
vistazo. Y a ella siempre le tocaba congelarse cuando decía algo que le
incomodaba y que, para su desgracia, parecía ser lo habitual.
Acto seguido Connor
parpadeó y observó el cielo: poco a poco se estaba oscureciendo y, por mucho
que le fastidiara reconocérlo, sabía que ella tenía razón; apenas veía para dar
un paso más.
De mala gana dejó
caer la mochila que constituía todo su equipaje durante el último medio año
—tiempo que llevaba recorriendo el país en busca de los darcángeles que
conocía— y sacó una potente linterna de su interior.
—Quédate aquí —le
dijo a modo de advertencia, aunque ella le ignoró e hizo amago de echar a
andar—. No temas, no me va a pasar nada, sólo voy a por leña y enseguida
vuelvo.
Aunque su rostro
seguía serio, su voz era mucho más agradable, hasta casi se diría que dulce. No
pudo evitar sentir alivio al escucharla. Cuando le hablaba así conseguía
hacerle olvidar todos los malos ratos y los reproches de costumbre.
Se acercó a la
mochila y sacó el saco de dormir de él —los ángeles nunca duermen—. Con timidez
se lo acercó a la nariz; olía a él. Todo en esa mochila llevaba su aroma y se sintió
cómo, estaba segura, lo haría una madre al percibir la esencia de su hijo; un
vínculo que nada en el mundo podría romper.
Lo extendió en el
suelo y, arrodillada como estaba, volvió a rebuscar dentro de la bolsa.
Comprobó que se estaba quedando sin comida; sólo un par de latas de conserva,
frutos secos y algo de bebida. Se le había acabado el chocolate y, probablemente,
ésa fuese la causa de su mal humor.
Como no encontrara
pronto un pueblo donde comprar provisiones estaría en serios problemas, a menos
que en todos aquellos campamentos de su adolescencia le hubieran enseñado a
cazar —cosa sumamente improbable, por suerte—. Que sabía manejarse en la naturaleza
lo había dejado bastante claro los últimos meses, pero vivir sin comer era
imposible incluso para el soberbio Connor.
Cuando el joven
regresó por el mismo camino por donde había marchado minutos antes, la noche ya
había caído del todo y ella se había acomodado a una distancia prudencial del
lugar donde había extendido el saco. Connor la observó primero a ella y después
su futuro lecho y, sin mucho tiento, dejó caer la madera que traía en los
brazos entre ambos. Sacó el mechero del bolsillo y, prendiendo parte de la
hojarasca que rodeaba la improvisaba pira, encendió la hoguera que les
calentaría esa noche. Por suerte no hacía demasiado frío y podían pasar sin
problemas la noche a la intemperie. Él descalzó, acomodándose dentro del
material térmico, y sacó de la mochila el paquete frutos secos.
—¿No vas a cenar
nada? —Era inevitable, no podía estar callada. Tal vez fuera por la inusual
relación que mantenía con su protegido.
—No tengo hambre...
—negó Connor al instante, con un ligero carraspeo—. Aún tardaremos varios días
en encontrar un pueblo. Tengo que racionar la comida.
Guardaron un rato
de silencio, observando como el fuego se avivaba entre ellos proporcionándoles una
cálida luz.
Él mordisqueaba
unas nueces con desgana, centrado en el crepitar de las llamas. Ella le miraba
de soslayo, absorta en el movimiento repetitivo de sus labios.
Aquellos carnosos atributos
que sus avispadas amigas aprovechaban para besar sutilmente y con aparente
inocencia cada vez que le saludaban, ya fuera en público o en privado, eran
sumamente hipnóticos. Él lo sabía. Y sin animarlas a ello, pero tampoco prohibiéndoselo,
las dejaba hacer, vanidosamente consciente de la fascinación que ellas sentían
por esa parte de él.
Ella también sentía
ese magnetismo de un modo que la avergonzaba. Ahora mismo lo estaba experimentando
al verle recoger con la punta de su lengua algunas migas que habían quedado
sobre ellos.
Pero eso era algo
que no revelaría ni muerta.
—Si quieres yo
puedo... —habló, consciente de que seguir callada acabaría delatándola en
cuanto él la mirase y la descubriese observándole de ese modo.
—No, Hariel —la
cortó de golpe, intuyendo lo siguiente que iba a decir—. No puedes, nada
—añadió con tono cansado—. No quiero. Entiéndelo, no es nada personal contra
ti, pero no te necesito —dijo, cerrando bruscamente la bolsa y lanzándola al
interior de la mochila—. No quiero necesitarte.
«No quiero necesitarte». Esas palabras la impactaron profundamente. Estaba segura
de que la mayoría de la gente se sentiría afortunada de que su ángel hiciera
por ellos más de lo estrictamente permitido pero, en cambio, él la rechazaba
por miedo. Miedo a necesitarla.
«¿Y eso se supone que es bueno o malo?», frunció el ceño intentando descifrar
si se estaba equivocando con él. «¿Es que acaso, necesitarme...?
¿Necesitar a tu Ángel de la Guarda, es malo?».
—¿Es que acaso es
eso malo?
Connor levantó la
vista lentamente, no quería cruzarse con su mirada después de reconocer cierta
debilidad. Ella parecía concentrada en meditar sus últimas palabras y sintió
libertad para observarla abiertamente; cosa que casi nunca hacía.
Hariel era rubia y
de cabello largo ligeramente ondulado, como todos los ángeles, según tenía
entendido, ya que él sólo podía verla a ella. Tenía unos dulces ojos azules y
un almibarado carácter que en ocasiones le repateaba un poco pero que, la
mayoría de las veces, le despertaba una gran ternura que nunca confesaría,
quería ganarse su respeto. En conjunto —y salvo por el color de cabello—, le
recordaba enormemente a su hermana gemela, Cordelia, y no podía evitar sentirse
protector con ella; por eso prefería verla lejos de él cuanto antes.
Ojalá pudiese
buscar otro protegido que no le diera tantos problemas como él.
Sabía que la
entristecía enormemente cada vez que le levantaba la voz y que, siendo ella su
Ángel Guardián, la búsqueda de los darcángeles le traería complicaciones.
Estaban en guerra entre ellos —sus amigos se lo habían dicho—, así que cuanto
antes la alejara de él, antes se aseguraría de que no la lastimaran. No
soportaría que le hicieran daño, ya que sería como hacérselo a su propia
hermana.
Pero eso parecía
imposible. Separarse sería como un alteración cósmica e irremediablemente
estaban unidos de por vida —le había explicado ella con solemnidad cuando sólo
era un crío—. «Para lo bueno y lo malo, en la
salud y la enfermedad hasta que la muerte nos separe», le había dicho
entonces, con inocencia, al escucharla. Ahora se sorprendió a sí mismo pensando
de nuevo en ella en esos términos maritales.
No es que Hariel no
tuviera edad para estar casada —si fuese una mujer humana, claro—, lo cierto es
que no aparentaba muchos más años que él, y pretendientes no le faltarían, sin
duda, con esa bonita sonrisa que últimamente le mostraba en tan contadas
ocasiones... «Si es que se lo tenía merecido, por ser tan capullo».
Pero, un momento…
«¿Se estaría volviendo loco al pensar en casar a su Ángel de la Guarda? ¿Sería
el hambre, que le hacía desvariar?»
—¿En qué piensas?
—le preguntó, tímidamente, al verle tan concentrado.
—No... Nada. En
nada importante. —Fingió un bostezo—. Duérmete... O haz lo que quiera que hagas
cuando yo duermo. —Se dio cuenta de que, en veinte años, era la primera vez que
le hacía una observación sobre algo personal de ella.
Era con quien más
tiempo pasaba y a quien menos conocía.
—Te observo —dijo
cruzando las piernas—. Velo tu sueño.
Siempre la había
visto con el mismo atuendo: una floja camisa masculina, blanca e impoluta, unos
enormes vaqueros que parecían ser una par de tallas mayores que la suya, y descalza.
Nada más que
camuflara su etérea belleza, últimamente un tanto demacrada.
—Pues, qué
aburrido… —apuntilló con desdén mientras se acomodaba mejor en el saco.
Ella levantó los
hombros resignada, nunca le había aburrido verle dormir. Era relajante y, por
lo menos entonces, podía imaginar que, en sus sueños, era a ella a quien
sonreía.
—¿Puedo preguntarte
algo?
—Lo vas a hacer de
todos modos...
—¿Por qué eres tan
grosero conmigo?
Connor se
incorporó, sorprendido por el leve tono de reproche de la voz de su ángel. Algo
totalmente novedoso en sus conversaciones.
—¿Es ésa tu
pregunta?
—Sí... No… —dudó
ella—. En realidad, la pregunta era por qué buscamos a los darcángeles
rebeldes.
Ésa sí que la
esperaba. Y, ya puestos, mataría dos pájaros de un tiro.
—Pues es muy fácil contestar
a ambas cuestiones. Les buscamos porque me voy a unir a ellos y, cuando los
encuentre, no quiero que estés conmigo. ¿Entendido?
No, la diplomacia decididamente no era su
fuerte.
—¿Que te vas a unir
a los darcángeles rebeldes? ¿Pero es que te has vuelto loco de remate? —gritó
pero, cuando le vio ponerse tieso como un palo, se retractó—. Bueno quiero
decir que es una locura; tú no eres uno de ellos. Tú... Tú eres humano, no
puedes luchar. Yo tengo que protegerte de ellos y tú vas en su busca. Yo no
puedo... —Se había puesto tan nerviosa que él sintió remordimientos de haberle
confesado su plan.
—¿Entiendes ahora por
qué no puedes seguir conmigo?
—Pero eso es
imposible. Impensable… Yo soy tuya… —Por
primera vez sintió verdadero miedo de perderle—. Soy tu ángel…
—Hariel...
—No sé... —Le
tembló la voz—. No entiendo qué es lo que he hecho mal ¿Me lo puedes decir?
—Las lágrimas amenazaban con humedecer sus preciosos ojos—. Es que no entiendo
por qué me desprecias así.
A Connor le dolió
terriblemente oír aquellas palabras. No quería que ella se sintiera culpable de
sus decisiones.
—Tú no haces nada
mal, Hariel. —Abrió el saco con la intención de acercarse a ella. Necesitaba
decirle, mirándole directamente a sus aturdidos ojos, que ella era perfecta en
todo lo que hacía. Para él, ella era demasiado perfecta—. Y lo último que haría
en esta vida es despreciarte. —Necesitaba abrazarla como hacía con Lía cuando
la hería sin querer—. No estoy tan loco como parece.
Pero ella volvió a
hablar y le detuvo en sus intenciones, devolviéndole a la realidad.
—Entonces ¿por qué
no llamas a tus amigos darcángeles y vuelves a casa con ellos, con tu familia?
—Le fallaba la voz y Connor tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para encontrar
su tono más autoritario mientras recuperaba acomodo en el saco.
De pronto sintió
que no debía acercarse a ella. Que tocarla, abrazarla, consolarla no haría más
que complicarlo todo.
—No puedo
localizarles. El darcángel que los reclutó les dijo que nada de utilizar
móviles ni similares, ya que tenían que romper con todo si querían ser libres
—repitió literalmente las palabras que ellos le habían dicho el último día que
se vieron, justo antes de que partieran, impidiéndole unirse a ellos.
«No eres de los nuestros», dijeron, sin intención de lastimarle. Sin embargo,
aquellas palabras le habían humillado más de lo que ellos podían imaginar.
Su padre había sido
un darcángel que, por amor a su madre, había renunciado a todo. Ojalá él
pudiera decidir qué ser; sin duda elegiría ser darcángel. Lo llevaba en la
sangre y, de corazón, se sentía uno de ellos.
—¿Y Lía? —Era su
última baza, recurrir a ella para tratar de convencerle.
—Lía —masculló
entre dientes y un nombre le llevó a otro—. Sarah...
El nombre de su
vecina, de su mejor amiga y confidente desde que tenía uso de razón, apareció
por arte de magia en sus labios. Sus dos talones de Aquiles salían a la luz en
la estrellada noche.
—¿No las extrañas?
Ni siquiera te despediste de ellas.
Parecía no
escucharle. Quizás quiso no hacerlo para no tener que pensar en su falta de
valor al haber salido a hurtadillas de casa evitando así despedidas incómodas.
Pero finalmente se justificó, aunque las palabras sonaron vacías:
—Ellas no lo
entenderían —suspiró—. Es mejor así.
—Pero Lía es tu
hermana, sangre de tu sangre.
Hariel sabía que
para ver su lado más emocional no había más que hacerle recordar a su gemela de
ojos azules como el cielo y cabello negro como el azabache.
—Es inútil que
insistas.
Al mencionarla, la
imagen de su hermana le había venido a la mente, nítida y sonriente, mirándole
con sus enormes ojos. Él y Cordelia eran como el día y la noche en todo,
incluso en el carácter; él era rudo y de difícil trato y ella era sensible y
dulce hasta conseguir derretirle cuando quería pedirle algo. Nunca le negaba
nada y daría hasta la vida por ella. Estar separados era lo que más le estaba
costando sobrellevar, pero pronto ella también haría su vida y era lógico que
sus caminos se desviaran algún día.
Con aquel
pensamiento en mente, volvió a acomodarse en el suelo y permaneció inmóvil unos
minutos hasta que, por fin, dejó salir un ronquido indicativo de que se había
quedado dormido.
Al igual que todas
las noches, Hariel le observó en silencio, velando por su descanso. Ésa era la
señal que todas las noches esperaba.
Tenía un nudo en el
estómago que no sabía como soltar y sólo se le ocurría una manera...
Se levantó sin
hacer ruido y se acercó a él, tal y como hacía desde los últimos meses siempre
que dormía al sereno. Tomó asiento a su lado y, con delicadeza, se colocó su
cabeza en el regazo para servirle de almohada. Casi se despertó, pero
finalmente sólo se revolvió un poco para acomodarse mejor.
Comenzó a
acariciarle el pelo, esa corta cresta que tantos quebraderos de cabeza le había
dado a su madre.
Cariñosamente pasó
los dedos por ese suave cepillo y recordó el día que la hermandad universitaria
a la que pertenecía le había obligado a pasar por el rito para convertirse en
veterano. El corte de pelo no había sido más que el colofón de una serie de
travesuras —en ocasiones un tanto crueles— que los otros miembros habían ideado
para ponerle a prueba.
Ella había
permanecido todo el tiempo junto a él —de modo incorpóreo— incluso cuando le
habían dejado en ropa interior, acribillándole a huevazos para después
rebozarlo en harina —cual croqueta tamaño familiar— y, finalmente, le obligaron
a pasear en mitad de la noche por las hermandades femeninas mientras ellos
llamaban la atención de las joviales moradoras para que se asomasen a las
ventanas. Entre ellas había aparecido su hermana, que se había puesto casi tan
roja como él al verle de aquella guisa. Eso sí, innumerables nuevas amigas le
habían salido a Lía después de aquella noche.
Hariel lo había
acompañado todo el camino —seguidos ambos por el grupo de veteranos—. Se había
sonreído de su rubor y, aprovechando su invisibilidad, no había podido evitar
mirar por debajo de su cintura para comprobar el palpable efecto que tanto
halago e insinuación de sus famélicas espectadoras causaban en su cuerpo. Sacando
fuerzas de flaqueza y del calor que sentía al ver aquel hermoso cuerpo cubierto
del fino polvo blanco, había levantado la vista para mirarle a los ojos y, por
un segundo, le descubrió observándola directamente a ella, con un reproche
reflejado en su serio rostro al ser perfectamente consciente de que había
estado todo el tiempo con él a pesar de no poder verla. Observando su casi
entera desnudez sin que él pudiera evitarlo.
Aquella noche en el
campus, con total alevosía, Connor había querido hacerla sentir sucia,
vulnerable por su atrevimiento idéntico al de resto de chicas que
se habían asomado para verle. Había querido hacerla tan humana como lo era
él... Lo leyó en el brillo oscuro de sus ojos, teñido de deseo contenido. Y,
por un segundo, ella ansió ser como él.
Recostada sobre
aquel tronco, hundió los nudillos en el fino cabello notando cómo el calor que
había sufrido aquella noche de verano volvía a ella al sentir su peso sobre las
piernas y, simultáneamente, percibió cómo, poco a poco, él empezaba a relajarse
y a caer en un profundo sueño.
Si estuviera
despierto ella nunca se atrevería a acercarse tanto, pero dormido era un
auténtico ángel al que era imposible no querer hasta las últimas consecuencias.
Y esa noche estrellada, en la que había descubierto cuánto temía perderle, se
había dado cuenta también, con una certeza que le oprimía el corazón, de su
amor por él.
Se llevó los dedos
a los labios para luego acariciar suavemente los de él.
—Por ti, Connor, me
voy a meter en la boca del lobo y que se haga Su voluntad.
*****
Nanael avanzaba a duras penas por entre los escombros y las
bolsas de plástico, rotas unas y llenas a rebosar otras.
El sol calentaba
con fuerza, templándole la piel descubierta de brazos y piernas, haciéndole aún
más incómodo el simple hecho de permanecer allí, entre los desperdicios humanos
que nada tenían que ver ni con ella ni con los ángeles.
El hedor,
potenciado por la alta temperatura, era realmente insoportable. Los residuos lo
cubrían todo hasta donde alcanzaba su vista y tener que pisar toda aquella
inmundicia con sus pies descalzos le revolvía el estómago.
Sólo a Miguel se le
ocurría perderse en un inmenso vertedero, rodeado de basura hasta las cejas y,
encima, hacerle participe a ella de tan sensorial evento.
Finalmente le
localizó, bajo un sol de justicia y sentado, con las piernas cruzadas sobre una
pequeña montaña de escombros, como si fuera el mismísimo Señor orando en el
desierto. Le observó unos segundos, intentado discernir cómo podía parecer tan
tranquilo, tan ajeno a su entorno e inexplicablemente cómodo en un lugar como
aquél. En ocasiones el arcángel se comportaba de manera tan extraña que ella
misma dudaba que estuviera hecho de la misma materia celestial que ellos;
parecía jugar en otra liga, como si los últimos acontecimientos relativos a los
darcángeles no fueran del todo relevantes para él y sólo los hombres merecieran
su completa atención.
«Pues no sabes lo equivocado que estás», pensó la ángel mientras escalaba la
pequeña cumbre con resignación. «Te necesitamos tanto como ellos y
no haces más que darnos la espalda».
Cuando finalmente
se plantó delante de él, con las manos en las caderas en actitud de evidente
reproche, se quedó petrificada. Con toda intención, proyectó una alargada
sombra sobre él, pero toda su ira se esfumó al verle acunar entre sus grandes
brazos el cadáver de un pequeño recién nacido cuya desnaturalizada madre
parecía no haber encontrado mejor fin para él que abandonarlo en aquel lugar.
Si había nacido vivo o muerto era ya lo de menos, ahora sólo importaba que su
pequeño corazón nunca más volvería a latir.
Miguel levantó el
rostro cuando sintió el frescor de la sombra sobre él. Dos lágrimas se habían
secado en sus mejillas y, sin duda, debía de llevar horas allí sentado
sosteniendo el pequeño cuerpo inerte, quizás esperando poder darle algo de
vida; una segunda oportunidad que a ciencia cierta no tendría. O tal vez porque
llevar al Paraíso a un ser que apenas había existido resultaba una ardua tarea
incluso para alguien tan disciplinado como era él.
Fuera lo que fuese,
el arcángel parecía no tener intención alguna de moverse de aquella penitente
posición.
—Miguel —le llamó.
El arcángel la miró entonces, pero parecía no estar viéndola—. Miguel...
—repitió un poco más alto.
—No llegó a tiempo
—comenzó a balbucear—. El Guardián lo buscó, estoy seguro, pero no pudo
encontrarlo. —Acercó su pequeño y frío rostro, aún manchado de sangre, a su
cara y lo acarició con la mejilla dulcemente—. Es tan pequeño que no lo vio.
Al verle tan afectado
sintió que se le encogía el corazón. Sabía que no tenía derecho a anteponer a los
ángeles frente a los hombres; en su naturaleza angelical estaba implícito no
hacerlo. Pero aquella pequeña criatura ya estaba muerta y nada podían hacer por
ella más que llevarla al Paraíso, adonde pertenecía desde ese momento.
Sería insensible,
irresponsable y tal vez incluso cruel, pretender restarle importancia a la
muerte que trastornaba a Miguel en favor de los ángeles que estaban a su cargo,
pero ellos estaban vivos y luchando por seguir así mientras cumplían sus
órdenes a rajatabla... Con la terrible consecuencia de que cada vez eran menos.
Y si ella estaba allí era para tratar de poner freno a esa situación como
fuera.
Se acuclilló frente
a él para poder mirarle directamente a la cara y buscó el tono más dulce de su
voz; aquél que casi nunca utilizaba.
—Miguel escúchame,
los ángeles también están muriendo. —Hizo una pausa esperando captar su
atención con el anuncio de otras muertes—. Los darcángeles se resisten y cada
vez es más difícil traerlos con vida para ser juzgados en el Consejo. —Trató de
parecer comprensiva, aunque el arcángel parecía seguir ausente y centrado en lo
que tenía entre sus brazos.
—Deben... Deben ser
juzgados antes de condenarlos —titubeó él, como si repitiera un salmo entonado
hasta la saciedad.
—Pero Miguel, no
podemos seguir así —le reprochó—. Debes dar permiso para sacrificar... —Se
corrigió inmediatamente—. Debes dejar que luchemos en igualdad de
oportunidades. Hasta ahora estamos prácticamente atados de manos.
Evitó decir la
palabra condiciones, ya que sabía que no era así por ser los ángeles muy
superiores a sus contrincantes.
—¿Luchemos?
—levantó la vista del pequeño bulto y la miró.
—Sí. Quiero luchar
al lado de los Exterminadores. No puedo seguir esperando las malas noticias de
brazos cruzados.
«Como haces tú».
Se
mordió los labios.
—Los arcángeles no
luchamos, salvo cuando hay que aniquilar una especie… —seguía entonando de
manera automática—. Y el Señor no desea el exterminio total de los darcángeles.
—Negaba con la cabeza—. No todos se han sublevado.
—Lo sé. —Estaba
preparada para esa disculpa. Le conocía lo suficiente para saber que la usaría—.
Y precisamente creo que debe ser Él —enfatizó—, quien los juzgue con su Divina
Sabiduría. No nosotros. No en el Consejo.
Hubo un silencio
determinante entre ambos y ya nada más se oyó en el mudo testigo que era el
vertedero.
—¿Habéis encontrado
a Crocell y su grupo? ¿Sabémos dónde se ocultan?
Crocell y Caliel habían sido los cabecillas de
la revuelta iniciada dos décadas atrás. Ellos habían ido reclutando casi al
cien por cien de los insurrectos durante todo ese tiempo, en un peregrinar en
la sombra que sólo podía ser llevado a cabo por alguien que supiera de tácticas
militares: Crocell. El Vigilante que en otro tiempo fue alto cargo de las
Legiones Celestiales y después de su caída, guió los Ejércitos del Infierno,
les había enseñado a sobrevivir con lo mínimo en la clandestinidad. Y los
darcángeles habían aprendido bien las lecciones.
No había sido una
rebelión como se esperaba: ruidosa y rápidamente aplacada por el yugo de los
Exterminadores capitaneados por Miguel… Era como si ambos se tuvieran un
respeto tácito que les impedía poner fin a las rencillas entre grupos de un
modo drástico y que resultaba una prolongación de sus propias rencillas
personales inconclusas.
—
Les encontraremos pronto. No pueden esconderse eternamente.
—
Sé que lo harás —. No quedaba muy claro si eso le satisfacía
o no.
Miguel cubrió el
cuerpo que aún sostenía en brazos con la pequeña manta en la que lo había
encontrado envuelto. Lo tapó con sumo cuidado, templando su fuerza para tan
cariñoso acto y como si temiera que aún pudiera sentir frío si no lo hacía
bien. Se levantó sin más apoyo que sus piernas recuperando su imponente porte y
comenzó a descender por el montículo que previamente había subido ella.
Tras dar unos pasos
en suelo firme, se volvió hacia ella y la miró fijamente; circunspecto. Con la
seriedad propia y delatadora de que volvía a ser el arcángel Miguel el que
ponía los pies en la tierra para imponer orden.
—Recuérdalo, Nanael:
Justicia Divina —dijo en voz alta antes de desvanecerse en el aire con su
pequeña carga y ante los satisfechos ojos de ella, que aún seguía coronado la
montaña.
*****
Avanzaban en fila
de a uno a lomos de sus caballos, esquivando el ramaje que salía a su paso por
el estrecho y semioculto sendero de tierra que les llevaba de vuelta a la
abadía.
Había oscurecido ya
y la despejada noche les iluminaba el camino a casa con su farol lunar
encendido en medio del estrellado firmamento. Eran unas horas tranquilas, las
más tranquilas del día, ya que la gente dormía o simplemente estaba recogida en
sus casas y ellos podían moverse entonces con un poco más de libertad.
El darcángel y sus
dos compañeros volvían de comprar provisiones en un pueblo no demasiado
cercano; les había llevado casi todo el día llegar hasta allí, hacer acopio de
víveres y volver cargados de reservas suficientes para unas cuantas semanas.
Los tres viajaban
en silencio, siendo sus monturas las encargadas de romper la nocturna calma con
sus esporádicos relinchos y el apagado pisar de sus cascos en la hojarasca.
Sólo cuando el líder del grupo levantó la mano para detener la marcha dejó salir
el murmullo de queja fruto del agotamiento, ya que nadie se atrevería a
levantarle la voz a Crocell y menos aún cuando llevaba casi todo el día con el
culo pegado a una silla de montar.
No había que verle
la cara para saber que estaría de un humor de perros.
El Vigilante se
volvió hacía el origen del susurro y le dio un gráfico aviso cruzando el pulgar
por su garganta. Al verle, el aludido tragó saliva y con ella, probablemente,
también su lengua mientras la darcángel que iba en medio contenía la risa. De
pronto algo les deslumbró, algo que Crocell seguro que ya había presentido y
por lo que había decidido interrumpir la marcha. Todos se giraron entonces
hacia el foco de luz y divisaron los dos puntos luminosos que les enfilaban.
La espesura y
oscuridad que les rodeaban eran el escondite perfecto para observar la
camioneta de los guardabosques transitando por la pista forestal que discurría
a escasos metros, rompiendo el silencio con el ruido amortiguado de su motor.
Probablemente estuvieran haciendo su ronda habitual sin ningún objetivo en
particular.
Perdidos de vista,
el líder azuzó su montura para reanudar el avance y, con él, la ansiada llegada
a casa.
Desde que unos
cuantos años atrás el grupo de darcángeles se había instalado en la ruinosa
abadía, sus visitas al pequeño núcleo de población habían levantado multitud de
especulaciones entre los vecinos, ávidos de chismes morbosos.
Y ellos eran el
blanco perfecto de las más variopintas historias, fruto de mentes ociosas o
retorcidas.
Las conjeturas iban
desde que formaban una extraña congregación hasta que eran un grupo terrorista
tramando alguna fechoría. Aunque esta última opción había sido rechazada ya que
la población femenina consideraba que unos terroristas no podían estar de tan
buen ver. Y el alcalde, con su mujer como precursora y férrea defensora de esta
inconcebible explicación, la dio por buena a falta de argumentos —o valor— para
alegar lo contrario, cerrando así la sesión de la asamblea que tenía por tema
principal la identidad de los forasteros del bosque y evitando, de paso,
cualquier discusión doméstica posterior.
Tras la celebración
de la memorable asamblea y actuando con pies de plomo —mientras comprobaban que
ningún ángel Guardián les reconocía como los sublevados—, los darcángeles se
habían ido integrado poco a poco en la tranquila rutina del pueblo. Siempre
manteniendo una distancia que salvaguardase su anonimato respecto a los
Guardianes y tomando a Tim, el dueño de la tienda de ultramarinos, como casi
único nexo de unión con sus vecinos humanos.
Por su propia
seguridad, no debían involucrarse demasiado con la gente y quien quisiera dejar
recado para ellos, lo haría a través del sociable dependiente.
Y es que al
desvincularse del resto de la sociedad de los darcángeles, que permanecía
sumisa bajo el control del Tribunal, sus recursos económicos habían menguado
notablemente. Así que su mayor fuente de ingresos surgía de ofrecer sus
servicios a cualquier vecino que necesitara mano de obra para atender el campo,
levantar una casa o bien cortar el césped del jardín de alguna ociosa ama de
casa que les recompensaba con algo más que una limonada y una generosa propina.
Era inevitable que
allá donde fueran el pecado se instalara, pero la diferencia respecto a sus
vidas pasadas era que ellos elegían ahora cómo, cuándo y dónde, y no había más
desliz para lamentar —o disfrutar— que el puramente carnal.
El misterio que les
rodeaba y lo fascinantes que resultaban para sus confiados vecinos había dado
vida a un aburrido pueblo, escaso de novedades sobre las que chismorrear,
llegando incluso a convertirse en un entretenimiento local el averiguar a qué
se habían dedicado hasta entonces y de dónde habían salido individuos de tan
hermosas proporciones.
Tan pronto se decía
que eran hermanos, hijos de algún patriarca sectario, como que, a la semana
siguiente, pasaban a ser considerados el resultado de algún experimento sobre
cirugía estética y tratamientos con esteroides.
Pero la versión más
reciente, y de la que el trío de darcángeles acababa de enterarse por boca de
propio Tim esa misma tarde, era que formaban una ONG oculta de los servicios
secretos del gobierno por algún escándalo de tintes ecologistas.
Crocell se había
reído con ganas al escucharla y Tim había sospechado entonces que su exagerada
reacción no era más que una táctica de despiste, ya que se acercaban demasiado
a la realidad de sus identidades. Aquel dato haría doblar las apuestas en el
bar y, con un poco más de su habilidad para sonsacar información —pensaba el
ingenuo comerciante—, se embolsaría una buena cantidad en breve. Sólo era
cuestión de paciencia y perseverar en el interrogatorio.
La realidad era que
todos estaban ya convencidos de que no resultaban una amenaza a pesar de su apariencia
física y de que, tarde o temprano, darían en el clavo con sus misteriosos
orígenes, así que, mientras tanto, seguirían considerándoles unos integrantes
más de la comunidad.
Pero unos miembros
con unas costumbres peculiares, como era viajar de noche y a hurtadillas.
Las ramas se fueron
apartando a su paso hasta que, por fin, el muro que rodeaba la otrora
impresionante edificación apareció ante ellos con su espeso manto de vegetación
cubriéndola.
Saltando por uno de
los boquetes que el tiempo había perforado en la gruesa piedra, entraron en el
atrio del monasterio que parecía lamentar, con su sucia apariencia, un pasado
de tiempos mejores; consecuencia de la dejadez de la mano humana.
Cuando los cascos
golpearon la ruidosa piedra —como si no hubiera vida entre aquellas paredes a
pesar de vivir allí una quincena de darcángeles—, el potente haz de luz de una linterna
se le clavó a Crocell justo en el rostro, cegándolo por un segundo, al que
respondió de manera automática levantando el dedo corazón de su mano derecha a
modo de grosero saludo con el que aprovechó para hacerse algo de sombra en los
ojos.
—¡Es Crocell!
—gritó el portador de la linterna.
Y él mismo, junto
con otra darcángel más, salió del interior de la edificación para hacerse cargo
de bultos y monturas.
Recuperada la
visión perdida, el Vigilante desmontó con suma habilidad y con paso firme entró
en la edificación por el pórtico que ellos habían usado previamente. Sin perder
tiempo en más saludos, entró en el claustro y se dirigió a sus aposentos por
uno de los corredores iluminados con multitud de teas que, junto con el
retumbar de sus pasos en la piedra, daban al lugar un aspecto entre tenebroso y
majestuoso.
Los darcángeles
habían invertido gran parte de su tiempo en rehabilitar la antigua abadía
benedictina y, si bien por fuera no habían realizado prácticamente cambios con
toda intención, el interior resultaba bastante acogedor. La iglesia, con parte
de su techumbre derruida, hacía las funciones de sala de reuniones; el
refectorio y la cocina habían sido amueblados con lo justo para ser
reutilizados con su original función, y las antiguas celdas monacales contaban
ahora con cómodas camas, estufas de leña y arcones donde guardar las pocas
pertenencias de las que no se habían deshecho al trasladarse al sagrado refugio
que ahora era su hogar.
No había lujos. En
realidad nunca los habían tenido en sus antiguas vidas y quizás por ello no los
echaban en falta pero, sin duda, ahora sí que disfrutaban del mejor de todos:
la libertad de decidir por ellos mismos.
Del otro lado de
una puerta frente a la cual Crocell cruzó veloz mientras iba abriendo la
cremallera de su cazadora, Caliel salió a su encuentro. Se adaptó
inmediatamente a su paso y le acompañó hasta su dormitorio, que se encontraba
sólo unos metros más allá.
—Crocell...
—¿Han llegado los
demás? —preguntó empujando el portón que daba paso al que había sido el
aposento del abad y que ahora ocupaba el nuevo prior del lugar; él mismo.
—Todavía no.
—¡Joder! No sé para
qué tenemos las reglas —se lamentó—. Cuando se dijo tres días libres para
asuntos propios, ¡eran sólo tres! No el tiempo que cada uno quisiera para hacer
lo que le diera la gana.
Caliel le siguió,
dando un paso dentro de la magnífica alcoba; la única dotada con una chimenea
tallada en la piedra y una inmensa cama con dosel que Crocell había encargado,
traído y montado con sus propias manos... y que compartía permanentemente con
las dos darcángeles que en esos momentos se encargaban de llenar una antigua
bañera con agua calentada en el fuego del hogar.
—Aún no han pasado
los...
—Sin ellos sólo
somos cuatro Exterminadores para proteger la abadía y a las darcángeles —explotó,
como si Caliel no lo supiera ya—. ¿Entiéndes lo grave que es el asunto?
El darcángel
asintió con la cabeza.
—¿Por qué estás tan
tenso? No es la primera vez que alguno se retrasa.
Crocell le miró
apretando la mandíbula. No tenía buenas noticias y, ya que el darcángel
insistía, no se las iba a guardar para él solo.
—La comunidad de
Jeqon está teniendo problemas con los Exterminadores y me ha pedido que vayamos
a echarles una mano antes de que pierdan más darcángeles —le explicó—. Y que
vayamos cuanto antes —recalcó.
—¿Es tan grave?
El grupo que Jeqon
dirigía era mayor que el suyo, pero nunca había tomado tantas precauciones como
él para hacerles pasar desapercibidos.
—No me ha querido
dar más detalles por el chat, pero sospecho que sí.
Ambos resoplaron,
si el Exterminador a cargo de la congregación más cercana a ellos pedía ayuda,
desde luego era porque realmente la necesitaba.
—¿Ya volvió a abrir
el ciber de George? ¿Qué tal su mujer?
—Creo que bien; me
dijo que la tienen ingresada en la UCI hasta que se recupere de la
intervención. Su madre va a venir a cuidarla, así que en breve tendremos un
ángel guardián más por aquí. Más problemas.
La cara de Caliel
reflejaba su incredulidad ante tanto problema y prefirió no afrontarlo
cambiando de tema.
—Esto de depender
de la Red para comunicarse con otros darcángeles es un asco.
—Es lo que hay
Caliel. Ya sabíamos que no iba a ser fácil vivir con la amenaza de Miguel y sus
ángeles cuando todo esto empezó. Y no podemos arriesgarnos a que nos descubran
como le ha pasado a Jeqon.
—No es justo.
—No, pero es el
precio que hay que pagar.
Ambos suspiraron
resignados, cansados tal vez. Aunque Crocell, ciertamente, tuviera más motivos.
El Vigilante no
ocultaba lo mucho que le satisfacía enfrentarse a sus oponentes. Luchar contra
los ángeles le hacía sentir que merecía la pena seguir vivo y en condición de
proscrito, sobre todo cuando, de vuelta a la abadía, sus compañeras de lecho le
hacían sentir aún más vivo.
Miguel era su
objetivo, lo había sido desde un principio y cada baja en las filas del
arcángel alimentaba la llama que iluminaba el camino hacia él, así que cuantos
más cayeran mejor. Antes saldría el cobarde de su escondite.
Pero sentir la
amenaza tan cerca de casa era otra historia... Una que le erizaba la piel y no
precisamente de un modo satisfactorio.
Mientras hablaban
se había sentado en el único butacón del cuarto y, trabajosamente, se había
desecho de toda su ropa, salvo los ceñidos pantalones de cuero, lo que se
disponía a hacer en ese momento, poniéndose de nuevo en pie.
—¿Algo más? —fue
más un reto que una pregunta. El darcángel la atrapó al vuelo.
Caliel negó,
realmente ya no recordaba lo que quería decirle cuando salió a su encuentro,
pero seguramente podría esperar al día siguiente.
—Pues hablando de sobrar…
—Comenzó a desabrocharse el pantalón, revelando que bajo el material no había nada
más que su cuerpo duro—. Si no te vas a quedar, empiezas a estar de más.
Las darcángeles,
que no habían dicho nada desde que ellos entraron por la puerta, acabaron de
llenar la bañera y, al unísono, dejaron caer sus batas en sendos montones a sus
pies.
Sin cubrir en modo
alguno su lujuriosa desnudez, le miraron con una seductora timidez, como sólo
las alas negras sabían hacer, con la inconfundible intención de invitarle a
formar un cuarteto esa noche.
Todas las
darcángeles eran bellas, extremadamente sensuales, tal y como exigía su
naturaleza; y en el albor del acto sexual desprendían un efluvio subyugador que
era casi imposible de ignorar, sobre todo cuando el motivo del encuentro íntimo
era el puro placer libre y sin responsabilidades.
Caliel sonrió al
ser consciente de que cuanto más tiempo pasara allí más difícil le sería salir
con la ropa puesta, así que retrocedió hacia la puerta y centró sus sentidos en
localizar el aroma de la única hembra que lo dominaba a él. Lo sintió llegar
desde un cuarto cercano, llamándole, reclamando su atención, instándole a
apreciarlo en origen como un perfume afrodisíaco.
Inspiró
profundamente llenando sus pulmones y las hembras presentes sonrieron al
adivinar el motivo de su huída, ya que ellas también lo habrían percibido; el
darcángel tenía una reunión propia que atender en su cuarto y Kristel era una
anfitriona muy celosa de lo suyo desde que la había marcado.
Ambas respetarían
el territorio vedado en que él se había convertido.
Se volvieron hacía
el Vigilante, que ya descansaba relajadamente sumergido en las cálidas aguas, y
comenzaron a dispensarle las atenciones que no necesitaba pedir.
—Que pasen buena
noche, señoritas —dijo pomposamente y, con exagerado boato, cerró los portones
de carcomida madera tras de sí.
¡Hola! :)
ResponderEliminarNo lo he leido porque prefiero leerlo directamente del libro xD
Pero una cosa el siguiente ¿en que editorial se publicará?
Hola Laura,
ResponderEliminardisculpa el retraso, pero el verano es lo que tiene... nos desorganiza y dejamos pendientes muchas cosas por hacer :P.
Si no te animas a leer este trocito de La Coraza del Ciego, jeje, tendrás que esperar a septiembre-octubre (no esta claro aún) para que salga la novela en la editorial Éride, la misma que publicó El templo del Caído.
Un besote.